“En 1921, Jones tenía 2.000 dólares ahorrados. Como no sabía qué hacer con ellos, compró acciones de la RCA y de Goodyear a un precio que oscilaba entre 2 y 5 dólares la acción. En 1924 se felicitaba por su acierto: sus acciones valían ya 10.000 dólares. Había multiplicado por 5 su capital. Animado, decidió no vender y adquirir otro paquete. No tenía dinero, pero depositando sus acciones como garantía pudo obtener fácilmente un crédito de 6.000 dólares y así volvió a comprar acciones en la Bolsa.
En 1927 sus títulos valían 36.000 dólares. Lleno de confianza en el futuro decidió no vender más que lo que fuese indispensable para pagar los intereses de los préstamos. Además, decidió comprarse un coche y una buena casa con una hipoteca. Continuó haciendo inversiones en bolsa, siempre a crédito, naturalmente, participaba en todas las ampliaciones que se ofrecían.
En 1928 ya poseía 250.000 dólares, pero como daban pocos dividendos debía destinar parte de su sueldo a pagar las deudas contraídas. A comienzos de 1929 ya poseía 285.000 dólares, pero necesitaba dinero con urgencia para pagar las letras del coche, los plazos de la hipoteca, los intereses de los préstamos bancarios… Decidió vender acciones, pero todos los Jones del país tienen que vender también. En un mes, sus acciones sólo valen 39.000 dólares… tiene que revender el coche, malvender su casa y, al final, perdió su trabajo: la empresa donde trabajaba quebró…”
“Era un asuntillo del mercado de valores. Lo conocí en 1926, todo lo que compraba aumentaba de valor. No teníamos asesor financiero: ¿quién lo necesitaba?. Podías cerrar los ojos, apoyar el dedo en cualquier punto del enorme tablón mural y la acción que acababas de comprar empezaba a subir inmediatamente. Parecía absurdo vender una acción a 30 cuando se sabía que al cabo de un año habría duplicado o triplicado su valor.
Mi sueldo era de unos dos mil, pero eso era calderilla en comparación con lo que ganaba teóricamente en Wall Street.
Chico encontró a un habitual de Wall Street que le dijo: “Chico, ahora vengo de Wall Street y allí no se habla más que del cobre de Anaconda. La acción se vende a 128 dólares y se rumorea que llegará a los 500. Cómpralas antes de que sea tarde. Lo sé de buena tinta…”
El mercado seguía subiendo y subiendo. Cuando estábamos de gira el productor teatral nos llamaba cada día desde N. Cork para informarnos sólo de al cotización del mercado y de sus predicciones. Siempre “arriba, arriba, arriba”. Hasta entonces yo no me había imaginado que se podía ser rico sin trabajar…
Lo más sorprendente del mercado, en 1929, era que nadie vendía ni una sola acción. La gente compraba sin parar…”
“… Wall Street lanzó la toalla y sencillamente se derrumbó. Algunos de mis conocidos perdieron millones. Yo tuve más suerte. Lo único que perdí fueron 240.000 dólares (o 120 semanas de trabajo, a 2000 dólares por semana). Habría perdido más, pero era todo el dinero que tenía. El día del hundimiento final, mi amigo, antaño asesor financiero y astuto comerciante, Max Gordon, me telefoneó desde Nueva York. Todo lo que dijo fue: ¡La broma ha terminado!. Antes de que yo pudiese contestar, el teléfono se había quedado mudo… se suicidó. En toda la bazofia escrita por los analistas del mercado me parece que nadie hizo un resumen de la situación de una manera tan sucinta como mi amigo el señor Gordon. En aquella palabras lo dijo todo”
MARX, Groucho: “Groucho y yo”.
“Los nuevos desplazados son pequeños agricultores que han perdido sus granjas o trabajadores del campo que vivían con su familia al viejo estilo americano. Son hombres que trabajaban duro en sus granjas y estaban orgullosos de ser dueños de la tierra y vivir de ella. Son americanos hábiles e ingeniosos que han vivido el infierno de la sequía y que han visto como sus tierras se marchitaban y morían, cómo el viento se las llevaba, y éste, para un hombre que ha sido el dueño de su tierras, es un dolor extraño y terrible.
Ahora se han puesto en marcha para atravesar el país. A menudo han visto cómo sus hijos se morían por el camino. Cuando el coche se les ha averiado, lo han reparado con el ingenio propio del campesino. Muchas veces han tenido que ir poniendo parches a los neumáticos gastados cada pocas millas. Lo han soportado todo y todavía pueden soportar mucho más, porque son gente de sangre fuerte.
Son los descendientes de los hombres que atravesaron el Medio Oeste y que pelearon para ganarse sus tierras, que cultivaron las praderas y allí se quedaron hasta que estas praderas volvieron a convertirse en un desierto. (…) Las circunstancias los han convertido en vagabundos a la fuerza”.
“Poco antes de que empiece la cosecha, las carreteras hierven: familias enteras en sus furgonetas corriendo para llegar a tiempo a los campos que están a punto para la recolección, corriendo para ser los primeros en ponerse a trabajar. Y es que, para mantener los salarios bajos, las asociaciones de agricultores del Estado suelen reclutar al doble de mano de obra de la que necesitan.
De ahí las prisas, porque si el bracero se retrasa un poco y ya se ha repartido el trabajo, habrá viajado en vano. Y aun llegando a tiempo pueden ocurrir varias cosas: puede que la cosecha se haya retrasado, o que suceda lo que en Nipomo el año pasado, cuando 1200 temporeros llegaron para recoger guisantes y se encontraron con que las lluvias habían echado a perder la cosecha. Como los emigrantes habían gastado todo lo que tenían para llegara a los campos, no se pudieron marchar. Se quedaron allí pasando hambre hasta que el Gobierno acudió en su ayuda. Demasiado tarde.
Así viajan, frenéticos, con el hambre pisándoles los talones.”
John Steinbeck : Los vagabundos de la cosecha. 1936
“Los vagabundos de la cosecha” recoge una serie de reportajes escritos en el verano de 1936 por Steinbeck para “The San Francisco News” que son un airado alegato social, y que pueden leerse como un anticipo de su obra Las uvas de la ira (1939). Muchas de las personas que citó, luego se convertirían en personajes de la novela.
“Las raíces, los árboles, tienen que ser destruidos para poder mantener los precios, y eso es lo más amargo, lo más doloroso de todo. Carretadas de naranjas arrojadas a la basura… Y el olor a podrido llena el país. En los barcos se quema café como carburante. Se quema maíz para obtener carbón; las patatas se arrojan a los ríos y se ponen guardias para que la gente hambrienta no se las lleve.
Los cerdos son descuartizados y enterrados, y la putrefacción penetra en el fondo de la tierra. Éste es un crimen que no tiene nombre… Y en los ojos de la gente hay una expresión de trabajo, y en los ojos de los hambrientos hay una ira que va creciendo. En sus almas se van desarrollando las uvas de la ira, y van creciendo, y un día llegará la vendimia.”
John Steinbeck: Las uvas de la ira. 1939
“Suponga que usted debe emplear un trabajador, y que sólo un hombre desea el empleo. Debe pagarle lo que pida. Pero suponga que hay cien hombres; y esos cien hombres quieren ese empleo. Suponga que tienen hijos y que esos hijos tienen hambre. Suponga que una moneda de diez céntimos compra al menos una papilla para esos hijos. Ofrézcales solamente diez céntimos y se matarán unos a otros por conseguir el puesto”
John Steinbeck : Las uvas de la ira. 1939
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