jueves, 6 de noviembre de 2008

Textos sobre la Revolución Francesa

La toma de la Bastilla.

Pasos precipitados, locos, peligrosos, dispuestos a abrirse camino a la fuerza en las vidas de todos; pasos que mal podrían volver a ser limpios una vez que se hubiesen teñido de grana... tales eran los pasos que resonaban lejos, muy lejos, allá en San Antonio...
Esa misma mañana, San Antonio había sido una enorme y oscura masa de descamisados que andaban de un lado para otro, jadeantes, con frecuentes destellos sobre las ondulantes cabezas, allí donde el acero de cuchillas y bayonetas reverberaba herido por el sol. Un tremendo rugir brotaba de la garganta de San Antonio, y un bosque de brazos desnudos forcejeaba en el aire como ramas secas en un viento invernal: todas las manos se aferraban, convulsas, a cualquier arma o simulacro de arma que se les arrojara, procedente de quién sabe qué profundidades. Quién las repartía, de dónde salían en última instancia, cuál era su origen y en virtud de qué fuerza impulsora eran aviesamente arrojadas, vibrantes, a docenas, a cientos, sobre las cabezas de la multitud, como en una especie de tormenta, son cosas que ningún ojo veía y a las que nadie en la inmensa turbamulta habría sabido dar contestación. Pero era el caso que se distribuían mosquetes, y que con los mosquetes iban también cartuchos, pólvora, balas, barras de hierro, trancas de madera, cuchillos, hachas, picas, todas aquellas armas, en que el desmandado ingenio lograba descubrir o improvisar. Los que no conseguían echar mano a ninguna otra cosa forcejeaban, con ensangrentadas manos, por arrancar piedras y ladrillos de las paredes y hacer de ello munición. Todos los corazones andaban desbocados en San Antonio, con alta fiebre y acelerado latir. Toda criatura viviente despreciaba la vida y estaba dispuesta a sacrificarla con un apasionamiento rayano en la locura.

... —¡Vamos, adelante! —clamó Defarge con voz estentórea—. ¡Patriotas y amigos, estamos dispuestos! ¡A la Bastilla!
Con un rugido que resonó como si todo el aliento de Francia se hubiera concentrado y articulado en esa aborrecida palabra, el mar viviente se encrespó, ola sobre ola, abismo sobre abismo, e inundó la ciudad en dirección al lugar anunciado. Y entre rebatos de campanas y redobles de tambores, mugiendo y tronando el mar contra su nueva orilla, dio comienzo el asalto.
Profundos fosos, doble puente levadizo, macizos muros de piedra, ocho enormes torreones, artillería, mosquetes, fuego y humo. A través de ese fuego y ese humo —o en el humo y el fuego mismos, porque la marejada lo arrojó junto a un cañón y se convirtió al punto en artillero— el tabernero Defarge actuó como un valeroso soldado por espacio de dos horas frenéticas.
Un solo foso ya, un solo puente levadizo, macizos muros de piedra, ocho enormes torreones, artillería, mosquetes, fuego y humo. ¡Ya hay un puente abatido!
¡A la lucha, camaradas, todos a la lucha! ¡A la lucha, Jacques Primero, Jacques Segundo, Jacques Mil, Jacques Dos Mil, Jacques Veinticinco Mil, en nombre de todos los ángeles o de todos los demonios, como prefiráis, a la lucha, a la lucha! —así arengaba a sus camaradas Defarge el tabernero, todavía al pie del cañón, que hacía ya tiempo se había calentado.
—¡Mujeres, a mí! —clamaba madame, su esposa—. ¡Qué creíais! ¡Nosotras podremos matar igual que los hombres cuando se tome la fortaleza! —Y a ella acudían, con un clamor sediento, chillón, desgarrador, mujeres en tropel con armamento muy diverso, pero todas armadas por igual en cuanto al hambre y el ansia de venganza.
Artillería, mosquetes, fuego y humo; mas todavía el hondo foso, el puente levadizo que aún quedaba, los macizos muros de piedra y los ocho enormes torreones. Ligeros desplazamientos de aquel mar furibundo, motivados por los que caían heridos en la refriega. Armas centelleantes, lucientes antorchas, carretadas de paja húmeda que ardía con densas humaredas, acción encarnizada en barricadas colindantes en todas direcciones, gritos, descargas, maldiciones, bravura sin limite, barabúnda, demolición, estrépito, y todo el furioso resonar del océano viviente. Pero aún seguía el profundo foso, y aquel puente levadizo sin abatir, y los macizos muros de piedra, y los ocho enormes torreones, y todavía Defarge el tabernero continuaba al pie del cañón, doblemente recalentado tras cuatro frenéticas horas de funcionamiento ininterrumpido.
Desde la fortaleza hicieron ondear una bandera blanca y enviaron un hombre a parlamentar. De pronto aquel mar se levantó, se dilató, inmensamente más encrespado y desbordante que nunca, y Defarge el tabernero se vio aupado y transportado por encima del puente levadizo, ya tendido del todo, y conducido al otro lado de los grandes muros de piedra, y vino a encontrarse entre los ocho grandes torreones que se habían rendido por fin a los asaltantes.
... A cierta distancia veíase a madame Defarge al frente de algunas de las mujeres y con el cuchillo en ristre. Por todas partes remaba el tumulto, el entusiasmo, un desconcierto demente y ensordecedor, un ruido pasmoso, en el que no obstante todos querían entenderse frenéticamente por señas. —¡Los presos! —¡Los archivos! —¡Los calabozos secretos! —¡Los instrumentos de tortura! —¡Los presos!
Entre todos estos clamores y otras diez mil incoherencias, el grito de «¡los presos era el más generalizado en aquel mar que irrumpía inacabable como si en el mundo hubiera un infinito de seres humanos, lo mismo que de tiempo y espacio. (Ch. Dickens: Historia de dos ciudades. Págs. 215 y ss.)








Declaración de los derechos del Hombre y del Ciudadano

Art. 1: Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales sólo pueden fundarse en la utilidad común.

Art. 2: La meta de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos son: la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión.

Art.3: El origen de toda soberanía reside esencialmente en la nación. Ningún órgano ni ningún individuo pueden ejercer autoridad que no emane expresamente de ella.

Art. 6: La ley es la expresión de la voluntad general. Todos los ciudadanos tienen el derecho de participar personalmente o por medio de sus representantes en su formación. Debe ser la misma para todos, tanto si protege como si castiga. Todos los ciudadanos, al ser iguales ante ella, son igualmente admisibles a todas las dignidades, puestos y empleos públicos, según su capacidad y sin otra distinción que la de sus virtudes y la de sus talentos.

Art. 11: La libre comunicación de pensamientos y de opiniones es uno de los derechos más preciosos del hombre.

Art. 16: Toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no está asegurada ni la separación de poderes establecida no tiene Constitución.

Art. 17: Siendo la propiedad un derecho inviolable y sagrado, nadie puede ser privado de ella sino cuando la necesidad pública, legalmente constatada, lo exige claramente y con la condición de una indemnización justa y previa.
(Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. 26 de Agosto de 1789)

Los tribunales populares en la época del Terror

El traslado a la Conserjería fue corto y se hizo al amparo de la oscuridad; la noche en sus calabozos infestados de parásitos fue larga y fría. Al día siguiente, comparecieron quince acusados ante el tribunal antes de que llamaran a Charles Darnay. Fueron condenados los quince y no duró ni hora y media el juicio de todos.
—Charles Evrémonde, por otro nombre Darnay —llamaron por fin.
Y pasó a la sala. Los Jueces estaban sentados en el estrado, con sombreros de plumas; pero, por lo demás, prevalecía en la asamblea el tosco gorro colorado con la escarapela tricolor. Contemplando al jurado y al turbulento auditorio, muy bien hubiese podido creer que se había invertido el orden habitual de las cosas y que los criminales estaban juzgando a las personas honradas. El populacho más bajo, cruel y desalmado de una ciudad que nunca anduvo escasa de maldad, crueldad y bajeza, era el que imponía allí la norma: comentando ruidosamente, aplaudiendo, desaprobando, anticipando los acontecimientos y precipitando los resultados, sin que nada ni nadie lo contuviese. Entre los hombres, la mayor parte iban armados de diversas maneras. Y en cuanto a las mujeres, algunas llevaban cuchillos, otras puñales, las había que comían y bebían sin perderse ni un punto del espectáculo, y muchas hacían calceta.

(Ch. Dickens: Historia de dos ciudades. Pag. 285)




Manifiesto del Duque de Brunswick
Sus majestades el emperador y el rey de Prusia, habiéndome confiado el mando de sus ejércitos combinados (...), quiero anunciar a los habitantes de este reino los motivos que han determinado las medidas de los dos soberanos y las intenciones que los guían.

(...) Es poner fin a la anarquía en el interior de Francia, detener los ataques dirigidos contra el trono y el altar, restablecer el poder legal, devolver al rey la seguridad y libertad de la que ha sido privado y ponerlo en condiciones de ejercer la legítima autoridad que le corresponde.

Es con estos objetivos que yo, el abajo firmante, comandante en jefe de los dos ejércitos, declaro:
(...) 2º Que (los ejércitos) no pretenden inmiscuirse en absoluto en los asuntos internos de Francia, sino que quieren únicamente liberar al rey, la reina y la familia real de su cautividad, y procurar a su muy cristiana majestad la seguridad necesaria para que pueda realizar sin peligro y sin obstáculos, las convocatorias que desee y trabajar para asegurar la felicidad de sus súbditos...

8° La ciudad de Paris y todos sus habitantes sin distinción serán obligados a someterse sin tardanza al Rey (...) las ya citadas majestades declaran bajo su palabra de honor como emperador y rey, que si el palacio de las Tuillerias es forzado o atacado, que si la mínima violencia se realiza contra el rey la reina y la familia real y que si su seguridad y libertad no son inmediatamente aseguradas; infligirán una venganza ejemplar que nunca se olvidará...

Por estas rezones llamo y exhorto de forma apremiante a que todos los habitantes del reino no presenten oposición a las movimientos de las tropas bajo mi mando, sino que por el contrario les procuren un paso libre y les asistan y ayuden con buena voluntad en lo que las circunstancias requieran.

Dado en el cuartel general en Coblenza, 25 de Julio de 1792. Duque de Brunswick

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