domingo, 26 de octubre de 2008

Textos sobre el Antiguo Régimen


Informe de un médico sobre la ciudad italiana de Bérgamo (1629)



A pricipios de marzo, al aumentar la penuria, vinieron a esta ciudad unos tres mil pobres, la mayor parte de los cuales, negros, tostados por el sol, extenuados, débiles y en malas condiciones, daban muestras evidentes de su necesidad (...). Y estos pobrecillos que iban vagando por laciudad, destruidos por el hambre (...), morían de cuando en cuando por las calles, por las plazas y bajo el palacio (...). Debiéndose, por los presentes sucesos, deducir una advertencia para saber cómo comportarse en el futuro, se recuerda que sería necesario socorrer a los pobres de los pueblos mandándoles grandes y suficientes limosnas, prohibiéndoles después rigurosamente la entrada en la ciudad, poniendo guardias en las puertas y haciéndoles salir cuando hubieran entrado. Porque actuando de este modo se conseguirá la preservación de la patria de los inminentes males contagiosos, malignos y epidémicos y se esquivará el tedio y el tormento insoportable, el horror y el espanto que implica una multitud rabiosa de gente medio muerta que asedia a todo el mundo por las calles, por las plazas, por las iglesias y a las puertas de las casas, de modo que no se puede vivir con un hedor que apesta, con continuos espectáculos de moribundos y, sobre todo, con tantos rabiosos que no se los puede sacar uno de encima sin darles limosna, y a quien uno da acuden ciento, y quien no lo ha experimentado no se lo cree.
Cit. en C.M.CIPOLLA, Contra un enemigo mortal e invisible, 1993



La nobleza en el Antiguo Régimen.

Monseñor, uno de los grandes de la corte, daba su recepción quincenal en su suntuoso palacio de París. Monseñor estaba en la cámara privada, en el sanctasantórum, el lugar archisacrosanto para la turba de adoradores que aguardaban fuera, en los salones del palacio. Monseñor se disponía a tomar el chocolate. Era capaz monseñor de engullir muy holgadamente un sinfín de cosas, y algunos aguafiestas malpensados suponían que se estaba engullendo a Francia entera más aprisa de lo que hubiera podido creerse. Pero el chocolate matinal no podía cubrir el trayecto hasta el gaznate de monseñor sin el concurso de cuatro mozos bien fornidos, además del cocinero.
Sí. Cuatro hombres hacían falta, los cuatro con vistosa y fastuosa indumentaria para llevar el bendito chocolate hasta los labios de monseñor. Un lacayo traía la chocolatera; un segundo lacayo desmenuzaba el chocolate y lo revolvía con el molinillo; el tercero presentaba ceremoniosamente la servilleta, y el cuarto servía el chocolate a monseñor. Habría sido imposible para monseñor prescindir de uno solo de aquellos servidores de su chocolate sin caer del elevadísimo sitial que ocupaba bajo la admiración de los Cielos. Que sólo se lo hubieran servido tres habría sido indigno, una de las manchas más nefastas que podían afear su blasón. La reducción a dos habría supuesto para él la muerte.
Tenía monseñor una idea realmente magnánima de los asuntos públicos generales y era dejar que todo siguiera su curso propio y natural; en cuanto a los asuntos públicos particulares abrigaba el no menos magnánimo principio de que todo debía seguir también su curso natural: es decir, el que lo encaminaba a consolidar su poder y engrosar sus arcas particulares. Respecto a sus placeres, generales y particulares, monseñor abrigaba otra idea nobilísima, la de que el mundo había sido creado para satisfacerlos. La leyenda de su divisa decía: «Mía es la tierra y todo cuanto hay en ella, dice monseñor».
Sin embargo monseñor había ido poco a poco comprobando cómo en sus asuntos, privados y públicos, se deslizaban ciertos apuros y dificultades de carácter harto prosaico, y por ello se había visto forzado a aliarse con un recaudador general. Sucedió así en el caso de la Hacienda pública, porque monseñor no sabía de ella ni palabra, y consiguientemente debía ponerla en manos de alguien que la entendiera; y en el caso de las finanzas particulares, porque los recaudadores generales eran ricos, mientras que monseñor, después de generaciones dadas a fastuosos lujos y despilfarros, era cada vez más pobre. De ahí que monseñor hubiera sacado a su hermana de un convento, a tiempo todavía de impedir que tomara el velo, y se la diera en recompensa a un recaudador general muy rico, pero pobre en linaje. El cual recaudador general, con su correspondiente bastón de puño de oro, hallábase a la sazón entre la concurrencia que llenaba los salones, y era objeto de mucha lisonja y reverencia por parte de aquella humanidad... Exceptuando siempre, claro está, la superior humanidad de la sangre de monseñor, porque ésta, sin excluir a su propia esposa, le miraba con el más absoluto desprecio.
El recaudador general era hombre suntuoso en grado eminente. Treinta caballos llenaban las caballerizas, veinticuatro criados le atendían en las cámaras, seis damas de compañía asistían y servían su mujer.
(En los salones de monseñor pululaban) militares de alta graduación horros de todo saber y ciencia militar; oficiales de marina sin la menor idea de lo que es un barco; funcionarios ignorantes de los negocios públicos; clérigos desvergonzados, mundanos hasta el colmo, de ojos sensuales, lengua suelta y vida licenciosa; todos de lo más inepto y negado para las vocaciones que representaban, tremendos embusteros en su afectación de pertenecer a ellas; pero todos, próxima o remotamente, de la misma clase y prosapia de monseñor, y en consecuencia fraudulentamente promovidos a un sinfín de cargos públicos en que todo eran prerrogativas y lucro... hay que decir que los de tal especie se contaban por docenas de docenas. Y no abundaban menos las personas sin relación inmediata con monseñor o con el Estado, pero sin relación asimismo con nada que fuese real, sin la menor sombra de trayectoria ni de finalidad positiva en sus divagantes existencias. Médicos que amasaban grandes fortunas prescribiendo exquisiteces para curar achaques imaginarios y de todo punto inexistentes. Arbitristas que habían descubierto toda suerte de panaceas para los pequeños males que aquejaban al Estado, excepto el de ponerse a trabajar en serio para extirpar de veras una sola de esas lacras, aturdían con su cháchara a cuantos incautos les prestaban oídos en la recepción de monseñor. Exquisitos caballeros de la más noble cuna vegetaban en el palacio de monseñor en el más ejemplar estado de languidez y enervamiento.
La lepra de la irrealidad desfiguraba a todos los seres humanos del séquito de monseñor. Claro que cuantos frecuentaban el suntuoso palacio de monseñor iban correcta y admirablemente vestidos, lo cual no deja de ser un consuelo. Si resultara que el día del Juicio sólo hubiera de ser un concurso de trajes, todos los allí presentes estaban salvados para la eternidad. Qué cabelleras tan bien rizadas, empolvadas y engomadas, qué finura de cutis artificialmente conservados y compuestos, qué bizarría de sables para deleite de la vista, qué delicadeza de perfumes en honor del sentido del olfato, cuántos y cuántos primores. Los exquisitos caballeros del más alto linaje ostentaban alhajas que tintineaban al compás de sus lánguidos movimientos, áureos pinjantes con repique de preciosas campanillas, y toda aquella música celestial, el frufrú de las sedas, los brocados y la fina lencería...
(Ch. Dickens: Historia de dos ciudades. Pags. 109 y ss.)


Nobleza y tercer estado





(...) Se descubrían fácilmente entre los nobles inmensas diferencias; unos aún poseían grandes propiedades y otros apenas si tenían para vivir en el solar paterno. Los primeros pasaban la mayor parte de la vida en la Corte; los segundos conservaban con orgullo en el interior de sus provincias una oscuridad hereditaria (...). Quienquiera que hubiera pretendido establecer fielmente el orden de la nobleza, se habría visto obligado a recurrir a numerosas clasificaciones; habría tenido que distinguir al noble de espada del noble de toga, al noble de Corte del noble de provincia, a la nobleza antigua de la nobleza reciente.(...) No obstante, se veía reinar en el seno de ese gran cuerpo cierto espíritu homogéneo: todo él obedecía a ciertas reglas fijas, se gobernaba de acuerdo con determinados usos invariables e imponía ciertas ideas comunes a todos sus miembros. A primera vista se podía creer que en Francia las clases medias formaban el tercer estado, el cual se encontraría situado entre la aristocracia y el pueblo. Pero no era así. Es cierto que éste incluía a las clases medias, pero también se componía de elementos de naturaleza extraños a ellas. El comerciante más rico, el banquero más opulento, el industrial más hábil, el hombre de letras, el sabio, podían formar parte de dicho estado, igual que el modesto propietario de tierras, el tendero o el campesino que cultivaba los campos. De hecho, todo hombre que no fuera noble o sacerdote formaba parte del tercer estado. Así pues, figuraban en él ricos y pobres, gentes ignorantes y gentes ilustradas (...)
El tercer estado y la nobleza estaban mezclados así en el mismo suelo; pero formaban en él como dos naciones distintas que, aunque vivían bajo las mismas leyes, resultaban sin embargo extrañas entre sí. De estos dos pueblos, uno reponía sin cesar sus fuerzas y cobraba otras nuevas, y el otro iba perdiendo de día en día sin recuperar nada.
A. TOCQUEVILLE, El Antiguo Régimen y la Revolución, 1856.

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